(…) soy otro cuando soy, los actos míos
son más míos si son también de todos,
para que pueda ser he de ser otro,
salir de mí, buscarme entre los otros (…)
Octavio Paz, Piedra de sol (1957)
¿Los relatos literarios tienen patria?, ¿pertenecen a un espacio o fueron escritos para cualquiera que estuviera dispuesta/o a disfrutarlos? Esta pregunta, hecha a los animales de la selva de Horacio Quiroga (La patria), les produciría cierto escalofrío. Habían construido su patria para imitar a los humanos pero pronto se dieron cuenta de que al establecer sus fronteras perdieron toda la selva, su lugar genuino. Sin ese espacio infinito, el jaguar sintió por primera vez algo hasta entonces desconocido: la sed.
Cercar las selvas humanas también provoca sed por conocer lo que hay al otro lado. Algunos relatos literarios, sabedores de la existencia de condiciones adversas, incorporan la disidencia para hacer frente a los muros infranqueables. Si la frontera pretende delimitar la separación entre un nosotros y los otros, la literatura es maestra en el arte de tender puentes a la otredad. Puentes que cambian las miradas e incrementan la incomprensión ante la tragedia cotidiana derivada de las patrias egoístas y excluyentes.
La literatura, proceda de un lugar, de una identidad o de una afinidad cultural, o esté escrita bajo un determinado código, también da muchas pistas de quienes somos los animales humanos. Nos acerca al otro, que es distinto a nosotros, pero también es igual (ver Tzvetan Todorov, La conquista de América. El problema del otro, 1984).
Novelas consideradas indigenistas como El mundo es ancho y ajeno, de Ciro Alegría (1941); Los ríos profundos (1958), de José María Arguedas o Huasipungo (1934), de Jorge Icaza, permiten entender mejor las sociedades peruana o ecuatoriana, pero también retratan temas universales como el abuso de los poderosos o el repudio a las clases dominantes. La existencia de textos bajo coordenadas temporales o espaciales no los hacen exclusividad de un país, de un tiempo, ni siquiera de una lengua.
Otra de las grandes virtudes de esa gran selva que es la patria literaria es la oportunidad que abre en cada una de las vetas de una cultura: la de asomarse a sus contradicciones, conflictos o diversidad de miradas. Max Aub, hijo de madre francesa y padre alemán, había crecido en Valencia y vivido más de treinta años exiliado en México después de ser perseguido, depurado y recluido en un campo de concentración. Defendía que uno es del lugar donde hace el bachillerato. Su espíritu “de exilio” puede ser gozado por un lector universal que aprecia el valor de la resistencia, esa que respira su hexalogía (El laberinto mágico) o La Gallina ciega (1971). “Estos que ves- le dice uno de sus personajes a su hijo-, españoles rotos, derrotados, hacinados, heridos, soñolientos, medio muertos, esperanzados todavía en escapar, son, no lo olvides, lo mejor del mundo” Campo de los almendros (1968). Dirimir acerca de a qué frontera física pertenecía su literatura sería un sinsentido.
“Un libro que se configura como equivalente del universo” es a juicio de Italo Calvino un requisito para ser considerado un clásico. Con el fin de conocer quiénes somos y adónde hemos llegado “(…) los italianos –dice- son indispensables justamente para confrontarlos con los extranjeros, y los extranjeros son indispensables justamente para confrontarlos con los italianos” (¿Por qué leer a los clásicos?).
El binomio de italianos o no italianos adquiriría en nuestra selva un sinfín de combinaciones infinitas que no necesariamente pasan por una nacionalidad. La condición de otredad también viene impuesta por circunstancias como las aducidas por Virginia Woolf en su ensayo Tres guineas, cuando le responde al abogado de Londres que le preguntó “cómo hemos de evitar la guerra” que si bien los dos pertenecían a la clase instruida, él era hombre y ella mujer, y que eso implicaba diferencias grandes a la hora de mirar la realidad bélica. Como nos recuerda Susang Sontag, no debía sobreentender ese “nosotros” cuando el tema era la mirada de dolor de los demás: “(..) no afanarse en abolir lo que causa semejante estrago, carnicería semejante: para Woolf ésas serían las reacciones de un monstruo moral. Y afirma: no somos monstruos, somos integrantes de la clase instruida. Nuestro fallo es de imaginación, de empatía: no hemos sido capaces de tener presente esa realidad”(Ante el dolor de los demás).
Las fronteras son difusas, casi siempre artificiales, por eso en la maraña de la identidad múltiple es muy fácil perderse, casi una bendición. Pero puestos a buscar una frontera, quizás la más real sea la que separa a los héroes de los villanos, o su traducción a explotadores y explotados u opresores y oprimidos. Libros de procedencias tan dispares como la distopia Nosotros (1929, pero no fue publicada en ruso hasta 1988) de Yevgueni Zamiatin o Disidentes. Antología de poetas críticos españoles (1990-2014) dejan contemplar esa frontera que impone el ejercicio del poder en los ecosistemas humanos. Doris Lessing también muestra fronteras que son causas o consecuencias de las desigualdades raciales, sociales y de género.
Tener raíz o vivir en el desarraigo es independiente de la cualidad de mirar más allá de los muros impuestos para conocer mejor al otro. Hay personas que potencian esta mirada con proyectos literarios como Je suis favela, puesto en marcha por la editora Paula Anacaona con el fin de publicar libros en Francia que versan sobre la vida en los barrios pobres de Brasil. Si una patria solo admitiese los relatos contados por los que “son como ellos”, con sus apellidos y pedigrí, evitando la contaminación con “los otros”, se convertiría en un lugar triste.
Huyssen señala que la forma en que pensamos en el pasado es cada vez más la de una memoria sin fronteras. “No hay duda de que la modernidad ha traído consigo una compresión muy real del tiempo y el espacio. Pero en el registro de las imaginerías también ha expandido nuestros horizontes del tiempo y el espacio más allá de lo local, lo nacional y hasta lo internacional” (Modernismo después de la postmodernidad, 2010). Es extraño entonces que los mercados y algunas de sus editoriales todavía sigan enmarcando el espíritu de una selva bajo una condición que simplifique el instinto de libertad de creadoras y creadores.
La ruptura de los espacios acotados, la unidad universal de los temas humanos más transcendentes y, por otro lado, la indivisibilidad de cada voz forman parte del gran desafío de reconocernos miembros de la especie humana. Es aquí donde el relato literario abre grietas en desiertos de metal para darnos la oportunidad de salir de los barrotes impuestos que día tras día parecen querer advertirnos de que no somos iguales en nuestra diferencia.
Volviendo a la selva de Quiroga, el soldado -que ha quedado ciego por defender a su patria y ahora en la penumbra puede distinguir lo que el exceso de luz le impedía- regresa para recordar a los animales que fueron ellos mismos quienes crearon su propia cárcel al recluirse cuando su ámbito de libertad era toda la selva. Si las obras literarias que aspiran a transcender y transformar tienen patria, esa debe de ser muy parecida a la de los animales. Una que hace que escritoras y escritores creen mundos desde lo visto, sentido e imaginado para calmar nuestra sed, siempre inextinguible como la del jaguar.
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